El grancanario Fermín Ortiz, vendedor de fragancias de Margaret Astor, visiblemente nervioso, cogió su móvil N70 de Nokia y marcó el número de la Policía Nacional. Al otro lado de la línea una voz ronca contestó: “091, Policía Nacional al habla. Dígame en que podemos ayudarle”.
–Me llamo Fermín, y estoy ante una mujer muerta en un apartamento de la Playa de las Américas –acertó a decir el vendedor de fragancias.
–Señor, dígame su nombre, apellidos y DNI completos, así como el lugar exacto donde se encuentra –inquirió el policía.
Fermín observó por la voz y el trato que el policía procedía de la Península, pues si fuese canario, lo habría tratado de caballero en lugar de señor.
–Mi nombre es Fermín Ortiz Domínguez, y mi DNI es 43.241.073 S…
–El policía no le dejó continuar con el lugar exacto donde se hallaba, preguntándole rápido: Y bien, ¿Qué ha pasado? ¿Por qué la ha matado?
–Eh, eh, un momento, caballero. Yo no he matado a nadie. Soy vendedor de fragancias, bueno, no exactamente vendedor, pero llevo un muestrario de fragancias, y al llamar al timbre del apartamento donde me encuentro, observé la puerta entreabierta, pero nadie contestó a mi llamada, así que la empujé ligeramente con el pie, y entonces es cuando observé a una mujer tendida en el suelo, totalmente desnuda, y con una media en torno a su garganta –aclaró Fermín.
–Bien, pues entonces –dijo el policía– no se mueva de ahí, ni toque nada, pues está usted en el escenario de un crimen. Le repito: ¡no toque nada! Espere a que un inspector y el equipo de huellas se personen en el lugar. ¡Dígame exactamente dónde se encuentra!
Fermín, el vendedor de fragancias, proporcionó al policía la dirección exacta del apartamento donde se encontraba la mujer presuntamente asesinada, estrangulada con una media. El policía le volvió a reiterar que no tocase nada mientras llegaban al lugar el inspector y el equipo de huellas. Así que Fermín sólo se limitó a ejercitar su fino olfato de experto en fragancias, al tiempo que rememoraba mentalmente los acontecimientos que hacía tan solo una semana le habían llevado a tan desagradable y trágica situación.
Había recibido un mensaje de la empresa, citándole urgentemente en París.
–¿Cómo que te han citado en París, no será en Barcelona? –le preguntó, Loli, su mujer.
–Pues sí. En la mismísima central de París y con carácter de urgencia. No se cuál es el motivo; pero algo muy gordo habrá ocurrido, o va a ocurrir–contestó Fermín a su mujer, frunciendo el ceño.
–Bueno, pues yo me voy contigo a París. ¡Ya estoy sacando los billetes! –exclamó la mujer de Fermín.
–De acuerdo, aprovecharemos que es fin de semana y que sea lo que el destino quiera depararnos. No sé qué rey dijo que París bien valía una misa. Pues si a un rey le valía una misa, bien podemos aceptar dos plebeyos un disgusto por París –sentenció erudito Fermín.
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Cuando Fermín salió de la reunión parisina, Loli le interrogó, ansiosa, sobre lo que había sucedido:
–¿Qué pasó, Fermín? ¿Cuál era el motivo de la reunión?
–Nada. que las ventas en cosméticos han bajado debido a la crisis económica, y quieren potenciar la línea de fragancias, tanto para hombre como para mujer, y así tratar de paliar los malos resultados. Se van a arriesgar lanzando toda una nueva gama de fragancias. Total que nos mandan a hacer “el puerta a puerta” para seleccionar las fragancias más del gusto de los consumidores finales–resumió Fermín.
–¿Cómo? ¿Que os mandan a vender de puerta en puerta? ¿Pero tú no eres el director de ventas de Canarias? –inquirió alarmada su mujer.
–Bueno, es que no es así, como tú lo dices, exactamente. Vamos a ir de puerta en puerta, pero no a vender, sino para efectuar una prospección del mercado con un muestrario de nuevas fragancias. Haciendo una especie de encuesta sobre las fragancias presentadas, para comercializar las mejor aceptadas.
La mujer de Fermín torció los labios, en gesto de contrariedad, al tiempo que enarqueaba las cejas.
–Pues, Fermín, eso no deja de ser una venta, digamos que en diferido, y ya sabes que de eso yo sé algo por mi trabajo en El Corte Inglés; pero, en este caso, con el agravante de vete tú a saber con quién o con qué situaciones te puedes encontrar al otro lado de cada puerta visitada –sentenció, juiciosa, la mujer del vendedor de fragancias.
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Y a una semana del mal augurio de su mujer –pensó Fermín– ahora se encontraba en el escenario de un crimen. En un domicilio extraño. Con el cadáver de una mujer extraña desnuda, tirada en el suelo. En un apartamento lleno de olores entremezclados, esperando que llegase un inspector y el equipo de huellas.
Fermín recorrió la pequeña estancia sin tocar nada, tal como le insistió el policía por teléfono; pero fue aplicando su fino olfato a todo lo que se hallaba en su entorno. Cuando llegó la policía, Fermín ya tenía sus propias conclusiones sobre lo ocurrido, basadas simplemente en los olores que había captado en la estancia.
El ascensor subió con lentitud hasta parar en la planta 5ª frente al apartamento de la mujer presuntamente asesinada,
–¡Policía! ¡Abran inmediatamente! –gritó uno de los tres policías que salieron del ascensor.
–¡Pasen, la puerta está abierta! –gritó también Fermín, desde el interior.
Los tres policías penetraron de forma atropellada en el apartamento.
–Soy el inspector Belisario Troncoso, y estos que me acompañan son los hermanos Gabaldón, del equipo de huellas –dijo el Inspector a modo de saludo–. ¿Usted es el que llamó por teléfono? –y sin esperar respuesta el inspector soltó la siguiente pregunta: ¿No habrá metido las narices en nada, no?
Fermín se quedó un momento dubitativo, pues la nariz la había metido y bien metida. Tardó en contestar bajo la mirada inquisitoria del inspector, pero cuando lo hizo fue a su vez con una pregunta:
–¿Se refiere usted a si he tocado algo?
El inspector Belisario, respondió hosco: Claro, eso es lo que le he preguntado. ¿Ha tocado algo, sí o no?
–Sólo el timbre de la puerta y la arteria de la finada, para ver si aún tenía vida y se podía hacer algo por ella –argumentó Fermín.
El inspector, dirigiéndose a uno de los de huellas, dijo: Jacinto, primero tome las huellas a este señor y también sus características físicas.
–Perdón, inspector Belisario, pero yo no soy Jacinto. Soy Serafín.
–¡Joder, con los gemelos! Siempre me confundo. Deberíais llevar un distintivo en la solapa. Por ejemplo, la letra inicial de vuestro nombre o algo así, para no tener que perder el tiempo en identificaciones verbales.
Fermín, inquieto, se dirigió al inspector Belisario: ¿Pero tomarme las huellas a mí? Si yo he sido el que les ha llamado –justificó.
–Es el manual, amigo, es el manual. Tome nota Serafín: varón, de unos 50 o 55 años. Cabeza redonda grande. Bueno, no ponga grande, ponga mediana. Pelo rubio bastante rebajado, bigotito igualmente rubio, Ojos azules, pequeños y chispeantes. Borre lo de chispeantes. Déjelo sólo en azules y pequeños. Mandíbula redonda y labios gruesos. De aproximadamente 1,65 o 1,67 metros de altura –recitó el inspector, mientras el policía Serafín anotaba en un bloc de anillas–. Y dirigiéndose a Fermín, le espetó: está usted metido en un buen lío. Un lío cojonudo, amigo. Usted está en el escenario de un crimen y, haya llamado o no por teléfono, es el principal y hasta el momento único presunto culpable de este crimen. Vaya contándome cómo sucedió.
–Fermín puso cara de incredulidad ante el requerimiento del inspector, mientras el otro gemelo abría un pequeño maletín con los instrumentos para la toma de huellas.
–Yo no le puedo contar cómo sucedió, pues, como ya le dije a su compañero por teléfono, yo venía para hacer una encuesta de fragancias, piso por piso, para mi empresa, Margaret Astor, cuando al llegar a este piso observé la puerta del apartamento entreabierta. Toqué el timbre y nadie respondió, por lo que me asomé ligeramente. Primero, capté un cóctel de olores impresionante, porque soy experto en fragancias –aclaró Fermín–, y luego la vi a ella, la finada, en el suelo, así, desnuda, tal cual está ahora. Me acerqué y le puse estos dos dedos en su cuello para detectar si tenía pulso y se podía hacer algo por ella. Como no detecté pulso, pues llamé directamente al 091 con mi móvil. Y eso ha sido todo, inspector.
–Eso ha sido todo… ¡No! Eso ha sido lo que usted cuenta, porque también pudo haberla asesinado usted y luego fingir todo ese teatro de vendedor de perfumes, fragancias, o lo que sea. ¿Usted había quedado con la víctima a una hora determinada, no? –interrogó el inspector.
–No, no, que va –negó Fermín con vehemencia–. El muestreo que hacemos es aleatorio. Elegimos un portal al azar. Llamamos al último piso y si nos abren vamos bajando, piso por piso, entrevistando a sus moradores.
–O sea, como los Testigos de Jehová –concluyó el inspector Belisario.
-Más o menos –dijo Fermín con desgana–, pero en nuestro caso no vendemos Biblias, sino que depositamos una muestra de fragancia en el antebrazo de la persona que nos abre y recabamos su opinión. Si es mujer ponemos una muestra de fragancia para mujer, y si es hombre, fragancias para hombres.
–¡Jacinto! –llamó el inspector– vete tomando huellas de todos los objetos que se hallan en el entorno de la víctima, mientras tu hermano toma unas fotos del escenario del crimen y de la mujer asesinada.
El inspector Belisario sacó un cigarro puro del bolsillo de la camisa. Se rascó la cabeza, tal cual había visto en la televisión al inspector Colombo, su alter ego, y se dispuso a encenderlo, cuando un grito casi salvaje de Fermín le interrumpió:
–¡No! ¡Eso, no! ¡No haga eso! Está usted contaminando el escenario de un crimen. Los olores primigenios se destruirán si enciende usted ese cigarro puro. Hágame caso, no fume aquí y ahora –avisó Fermín al inspector–. Yo podría aportarle una serie de pistas que he deducido por los olores –le dijo Fermín.
El inspector Belisario, poco acostumbrado a recibir órdenes de los civiles, torció el gesto, contrariado, olfateó su puro de forma casi desafiante, antes de volver a guardarle en el bolsillo de la camisa, e intentó olfatear el aire de la habitación sin ninguna respuesta.
–O sea, que hace unos minutos negaba usted que supiera nada del crimen, y ahora está dispuesto a cantar la gallina así de repente — aventuró, irónico, el inspector.
-No se trata de eso, caballero; sino de que le voy a proporcionar una serie de pistas olfativas que he detectado durante la espera. Vaya usted anotando, inspector. Primero veamos lo que hay en la mesa junto a la finada: un plato con restos de comida, dos vasos, ningún cenicero, luego no eran fumadoras, ninguna botella, y muchos olores de fragancias diversas –concluyó Fermín con aire misterioso.
–¿Y sólo con eso ya tiene usted deducciones? No me haga reír. Hasta el momento, usted sólo es el presunto asesino. Así que si sus pistas y deducciones no son muy concluyentes, esta misma noche dormirá en Comisaría –le espetó brusco el inspector.
–Pues ya verá como no –contestó irónico Fermín–. Deduzco que aquí ha habido un crimen pasional entre mujeres. La finada es canaria, para más señas tinerfeña, y la asesina, una mujer rusa de complexión fuerte. Todo ha sido por un arrebato de celos. ¿Qué le parece? –preguntó Fermín con tono vanidoso.
–Pues un rollo macareno para librarse usted de que le carguen el muerto, digo la muerta. ¿En qué se basa para semejantes conclusiones?–indagó el inspector, lleno de dudas.
–Muy sencillo, analicemos lo que tenemos delante, cosa por cosa: un plato con restos de comida. Huela, huela, Inspector. ¿A qué le huelen estos restos?
El inspector olió de forma tímida los restos verdosos del plato.
–La verdad es que no lo puedo atribuir a nada en concreto. Debe ser porque aún tengo en mi nariz los aromas del cigarro puro –se disculpó el inspector.
–Pues es muy fácil. Esos restos son de mojo verde. Se distingue el color y el olor del cilantro. Es posible que la finada, que era la anfitriona, fuera tinerfeña, dato que ayuda a corroborar el hecho de que además lleve al cuello una cadena de oro con una medalla de la Virgen de la Candelaria, patrona de esa isla, cuya presencia descarta el móvil del robo para el asesinato. Además, de su mano pende un ligero cordel con un icono con cuatro caracteres en cirílico y la figura de un pope ruso. Probablemente la finada logró arrancar del cuello de la asesina ese icono sin que se diera cuenta; pero aún hay más. En el vaso del que presuntamente ha bebido la finada, luego puede cotejar las huellas, hay efluvios de ron añejo, probablemente de ron Santa Cruz, el ron de Tenerife, pues el ron Arehucas es más envolvente.
El inspector Belisario, que escuchaba embobado las deducciones de Fermín, mientras los gemelos de huellas iban espolvoreando con una pequeña brocha todos los objetos en búsqueda de huellas, sólo acertó a preguntar: ¿Y el otro vaso qué contenía?
–El otro vaso contenía vodka Moskovskaya. Seguramente encontraremos las botellas de ron y vodka en el mueble bar. Muestra de que no era un encuentro casual, sino algo habitual, y por eso se sirvieron y guardaron las botellas. Pero hay algo más –añadió Fermín–, el vaso de la presunta asesina rusa huele en su exterior a perfume Chanel nº 5, de Coco Chanel. ¡Acérquese y huela, inspector! –Este se acercó con recelo y casi pegó la nariz al vaso– ¿No nota el jazmín y neroli de Grasse, el ylang-ylang de las islas Comores, la rosa y las notas amaderadas de sándalo, vainilla y vetiver? Y sin esperar contestación del inspector, exclamó: ¡Ah, un placer de dioses, que embriaga a todas las mujeres maduras del mundo, y muy especialmente a las rusas! ¿Me comprende ahora, inspector? ¡A… las… ru-sas! –dijo con entonación misteriosa, deletreando las sílabas, el vendedor de fragancias.
El inspector Belisario Troncoso, más embriagado por las palabras que por los olores, contestó: Yo no huelo a nada, ni dentro ni fuera. Debe ser el aroma del puro –se disculpó de nuevo–, pero, ¿está usted seguro que es Chanel nº 5? ¿Ese no es el perfume de las estrellas de cine?–añadió cómplice.
–De las estrellas de cine y de todo aquel que tenga 100 euros en el bolsillo para pagar a un euro por cada mililitro de fragancia –contestó Fermín, muy seguro.
El inspector se rascó la cabeza nuevamente, antes de comentar: Bueno, pues si damos por cierto que pudo ser una mujer rusa fornida y amante del Chanel nº 5, con ese perfil tendremos, no una sospechosa, sino cientos o quizá miles, pues en el Sur de Tenerife hay mas rusas que en Rusia.
–Sí, pero hay un dato más que aún no le he dicho, y que puede cerrar el círculo de sospechosas a muy poquitas personas–aclaró Fermín.
El inspector arqueó las cejas expectante y sus ojos brillaron como los de un niño ante un paquete de regalo.
–Si se fija usted, en la mesa hay un pequeño charquito, casi ya evaporado, de otra fragancia. Es una fragancia muy especial que solo lleva una semana en el mercado. Se trata de la fragancia, Belle D’Opium de Yves Saint Laurent, que de momento sólo ha sido distribuida en los Fund Gruber del Sur de la Isla. Si seguimos esa pista, sabremos cuántos la compraron, y si pagó con tarjeta, pues ¡BINGO! Tendremos a nuestra presunta asesina rusa.
–Un momento –cortó el inspector–, no vaya tan corriendo. También pudo haber sido adquirida por la mujer asesinada, con lo cual no tendremos nada, pues la identidad de la víctima la tenemos segura sólo con estudiar sus huellas dactilares y los documentos que hallemos en el apartamento. De lo que se deduce, que la identidad de la presunta asesina, que es lo que verdaderamente nos interesa, será una entelequia entre cientos o miles de rusas –volvió a insistir el inspector.
Fermín Ortiz, el vendedor de fragancias, ahora reconvertido en astuto sabueso, esbozó una sonrisa para decir: Esta fragancia no puede ser de la víctima, porque si así fuera, el frasco con el resto del contenido estaría aquí en este apartamento. Y no lo está. No lo está, porque la fornida rusa, que es la que lo portaba, se largó con él, después de que la finada descubriera que la fragancia había sido comprada por la rusa para regalar a otra mujer. Parece un galimatías pero no lo es. Discutieron, se pelearon, y la rusa, mucho más corpulenta, la estranguló con su propia media, y huyó. Al final, lo que le dije, una historia de celos entre mujeres que acaba en un crimen pasional.
–Pero, y si el perfume iba destinado a la víctima –aventuró el inspector, sin saber muy bien por qué lo decía.
–Eso únicamente cambiaría el móvil del crimen, pero no el criminal, que al fin y al cabo seguiría siendo la persona que compró la nueva fragancia. Pero no creo que fuera así, pues cuando me agaché a tomar el pulso a la finada, mi olfato detectó que usaba Adidas Fruit Rhythm, una fragancia que yo conozco muy bien porque la representamos nosotros.
Bueno, pues ya tiene el crimen casi resuelto, ahora solo le queda indagar en los Fund Gruber de la isla sobre la identidad de la fornida rusa que compró la fragancia Belle D’Opium de Yves Saint Laurent. ¿Puedo irme ya? –preguntó finalmente el vendedor de fragancias.
El inspector, totalmente anonadado, mientras los de huellas seguían recogiendo huellas, sólo dijo: Puede marchar. Nosotros tenemos que esperar al juez de guardia para el levantamiento del cadáver. Pero procure estar localizable y disponible, cuando le necesitemos.
Fermín recogió su maletín de muestras de fragancias, y se despidió de los gemelos tomadores de huellas. Mientras descendía en el ascensor, pensó en cómo contarle a su Loli el maldito embrollo que había vivido como encuestador de fragancias, o como ella decía, “eres un vendedor de fragancias en diferido, cariño”.
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Aproximadamente, un mes más tarde, Fermín recibió una llamada de la Jefatura Superior de la Policía Nacional, para concertar una reunión con la jefa superior de Policía en Canarias, Concepción de Vega.
Fermín se presentó el día y a la hora convenidos, un tanto intrigado por la cita. La jefa superior de la Policía, mujer de notable corpulencia y no menos notable amabilidad e inteligencia, le recibió en su despacho, y después de agradecerle su intervención decisiva en el caso de la asesina rusa, porque efectivamente la asesina era una fornida rusa, pareja sentimental reciente de la mujer tinerfeña asesinada, le hizo la proposición de colaborar en el futuro con el Cuerpo Nacional de Policía, en tareas de inspección de los escenarios de crímenes para detectar las pistas olfativas.
Fermín agradeció que hubiera pensado en él, pero le dijo que no era su vocación descubrir criminales: Mire, con el debido respeto al valioso trabajo que usted desarrolla, le diré que yo no me veo atrapando criminales.
–Ya, pero alguien lo tiene que hacer, y quién mejor que la Policía Nacional con su colaboración –le dijo envolvente la jefa de la Policía.
Pues usted misma lo ha dicho: “Alguien lo tiene que hacer”. Pero también, alguien tiene que vender fragancias y ese alguien me gustaría seguir siendo yo: Fermín Ortiz, vendedor de fragancias, para servirla
FIN
Las Palmas de Gran Canaria, noviembre de 2010