La Dama Rota

Tengo un amigo que escribe, pero que muy bien, y tiene varios libros escritos. Os dejo el primer capítulo del que creo que es el último por ahora.

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El doctor Barturen no tenía claro si debía dar la conversación por terminada, y observaba con prudencia los párpados hinchados y enrojecidos de la mujer, que contemplaba el cadáver que reposaba sobre la camilla de acero inoxidable como si quisiera aprendérselo de memoria. Ella consiguió, al fin, despegar sus labios:

-Tiene una expresión de mucha paz en su rostro…

El doctor Barturen no dijo nada. Él sabía que las expresiones plácidas eran producto de las muertes difíciles: las agónicas, indigestas, pesadas y lentas, en las que al cuerpo le daba tiempo de poner en marcha todos sus mecanismos de defensa, en las que las endorfinas se irrigaban por todo el caudal sanguíneo, haciendo ver a las víctimas túneles que terminaban en una luz inmensamente blanca, mientras se sentían invadidos por una profunda sensación de bienestar. Una especie de premio de consolación a minutos, horas, días o incluso meses de angustioso dolor, de pánico y solitaria agonía.

Las muertes rápidas, violentas, sobrevenidas y fáciles, siempre dejaban cadáveres con expresión de pánico, sorpresa o de disgusto. Y éste no había sido el caso.

CAPITULO 1

Todas las ideas rebotaban en su cabeza de manera entrópica y apocalíptica mientras abandonaba el parking del hospital de Cruces. Nunca sabía muy bien si tenía que introducir la tarjeta con la banda magnética hacia arriba o hacia abajo para que se levantase la barrera. Siempre se equivocaba… ¡aaaaahora!.

Tenía unas ganas intensas de llorar. Recordaba que aquel día habían tomado una última copa en un pub de Mazarredo y que Óscar le había acompañado hasta su casa, en Deusto. También se acordaba de que hoy daban Anatomía de Grey en Cuatro. A veces surgen ideas intrusas cuando te encuentras en medio de una situación que va a condicionar el resto de tu vida. Es como si la cabeza, en realidad, tuviese forma de embudo a través del cual intentasen pasar, al mismo tiempo, miles de millones de ideas sensatas y coherentes y, entonces, por efecto Venturi, aumentasen su velocidad desproporcionadamente, arrastrando junto a sí a otras pocas absolutamente fuera de contexto.

Realmente le correspondía el especialista en el ambulatorio de Deusto, pero su madre era demasiado amiga de Mendiguren -su ginecóloga- así que le había pedido a su amiga Elena, auxiliar en maternidad de Cruces, que le ayudase para que pudiera ir a consultas externas del hospital, lo que había sido todo un acierto. ¡Ya está! Ya había empezado a llorar. Era producto de esa sopa cáustica y corrosiva que confeccionaban periódica e inoportunamente sus hormonas y que le hacían querer llorar, pegar, escupir, gritar y maldecir. Todo al mismo tiempo. Quería no ser ella misma, desaparecer, explotar por los aires y emanar dispersa, en suspensión, extensa, en silencio, en cualquier otro lugar lejano. Se miró el vientre. Era bonito y plano. ¿Cómo era posible que se estuviese gestando una vida ahí dentro? Se sintió una mierda. Una especie de factoría industrial decadente y gris. Una fábrica oriental y musgosa de paraguas de mercadillo. Una Thermomix oxidada con chorretones grasientos cayendo por los costados. Pero el ginecólogo había sido extraordinariamente claro. “Estás embarazada de… mmmm…” -empezó a girar el disco con la parsimonia y la seguridad de quien había estado haciendo eso mismo treinta veces al día durante los últimos quince años- “…mmm… doce… más dos, ¡catorce semanas!” Levantó la vista y se quedó mirándola por encima de las gafas con una especie de sonrisa expectante y ambivalente, que parecía querer decir: “¡La jodiste, guapa, la que se te viene encima!” o “¡Enhorabuena, guapa, la que se te viene encima!”

¡No era posible! Si es que no tenía una regla, tenía una excepción. Iba y venía a su antojo, hasta que dejó de hacerlo. ¡Embarazada! Se imaginó a sí misma con una tripa como la de una ballena: estriada, flácida y descolgada debajo de unas tetas enormes, surcadas por venas azules y palpitantes, con unos pezones como moras silvestres en julio, rezumando calostro como aspersores de Leroy-Merlin. Sintió asco y unas ganas tremendas de vomitar. Recordaba perfectamente que aquel día había sido ella quien le había pedido a Óscar que le acompañase hasta la misma puerta de su casa, con el pretexto de que por la noche le daba miedo subir sola hasta el quinto piso. ¡Fíjate que tontería!

“¡Miiiierda!” Ya se había confundido de salida. Estaba circulando en dirección a Cantabria y, sin embargo, tenía que coger el puente de Rontegi para llegar a su casa. ¿Hasta donde tendría que ir ahora para dar la vuelta? Echó un vistazo a su coqueto terminal. ¿Sería mejor llamar por teléfono? ¡Vaya que sí! Se acordaba de todo perfectamente. Entre otras cosas porque no practicaba sexo todos los fines de semana, ni mucho menos. Pero ese día había surgido así. Se sintió muy excitada mientras le daba un beso a Óscar, supuestamente de despedida, frente a la puerta de su casa. Éste apestaba a whisky y a tabaco, y le amasaba las tetas con bastante torpeza. Aún así, a ella le apeteció.

Se habían separado de los compañeros de la Comercial en Jardines de Albia y llegaron hasta Mazarredo. Ellos dos. Solos. Era como si hubiesen hecho la cosa más prohibida del universo. Un auténtico desafío al establishment universitario. A partir de ahí habían estado hablando, riendo, criticando a algunos compañeros de clase y metiéndose –torpemente- algo de mano por debajo de las mesas de los bares, mientras se comían las bocas con dentelladas felinas, dejándose las comisuras de los labios enrojecidas y un brillo animal en los ojos que se resistía a desaparecer.

Óscar era majo, bastante guapo, atento y siempre parecía estar contento cuando te lo encontrabas por los pasillos de la universidad, como si acabase de salir del baño. De hecho, Amaia estaba como loca detrás de él desde primero de carrera. Seguro que soñaba con casarse y con cómo sería su vestido de boda -con escote palabra de honor- y con que le hiciese niños y con que le diera besos al llegar cansado de trabajar a casa, acompañándola luego con un eterno destello entre los dientes a Carrefour; y se lo imaginaba también junto a un telescopio, bien entrada la noche, explicando al mayor dónde quedaba exactamente Fra Mauro y por qué demonios tenemos que resignarnos a ver siempre la misma cara de la luna; o diagramando sobre una pizarra el proceso de la fotosíntesis; o diciéndole a la chiquitina de la casa que el viento no era más que el aire en movimiento. La mayor parte de las chicas de clase decían de él que era mono. Así. Sin más. Mono es como decir que no da asco, pero que tampoco quieres llevártelo a casa para que lo vea tu padre. Vamos, que no te apetece que se conozcan y que se empiecen a preguntar cosas, ni que hablen de caza, o le invite al txoko, o que se vean una final de un master 1.000 juntitos, explicándose las inconveniencias de un revés liftado, como si realmente entendieran una mierda de tenis.

Volvió a mirar su vientre plano y soltó el volante para acariciarlo con la mano derecha. Estaba frío, o al menos lo sentía frío. Pensó que, probablemente, su cerebro estaría enviando órdenes a su cuerpo en ese preciso instante para que el mayor caudal de sangre posible se dirigiese hacia la tripa y, así, hiciera entrar en calor al feto, al que había que preservar por encima –incluso- de la propia salud de la madre. Puede que el propio gesto de acercar la mano hasta él fuera una especie de orden subliminal, un acto reflejo destinado a proteger a la bestia que estaba tomando forma allí adentro, haciéndose un hueco entre sus intestinillos. Sintió una arcada mientras se reincorporaba a la autopista A-8.

“¡Ospes!” ¿Sería un niño o una niña? No había pensado en ello aún. Increíble. Sí, ahora lo veía claro, todo era una especie de mecanismo de protección del feto. La prueba estaba en que ella tenía siempre las manos frías y, en aquel momento, las sentía calientes… ardiendo. También recordaba que tenía los dedos helados cuando levantó el polo de Óscar y desabrochó su cinturón. ¡Otra vez! ¿Por qué sus pensamientos no se podían detener en un punto fijo?

Él se había cansado de intentar soltar el sujetador con disimulo. ¡Qué ingenuo! ¿Acaso creía que ella no se iba a dar cuenta de que su objetivo era tocarle las tetas? ¿Había pensado hacerlo como si fuera una simple casualidad? Cuando se cansó de pelear con los corchetes, simplemente bajó las cazoletas por debajo del pecho y empezó a retorcer sus pezones como si estuviese intentando sintonizar Onda Cero. Ella mantuvo algo más de tranquilidad. Esto ya le había pasado antes. De hecho, salió con Gonzalo durante casi cuatro años y, con él, había aprendido unas cuantas cosas por medio del procedimiento ensayo-error. Con la mano izquierda sacó el polo de debajo del pantalón y lo atrajo hacia si, mientras que con la derecha soltó el cinturón de hebilla tradicional y desabrochó los dos primeros botones de la bragueta de los 501. Sólo los dos primeros. Notó inmediatamente el escalofrío que recorrió todo el cuerpo del chaval. Se estaba volviendo loco. Lo tenía. Lo sabía. Aquello era imparable. No había vuelta atrás.

-¿Entramos?

-¡No, que están mis padres! -Maite miró a los lados, como si estuviera calculando de manera acelerada. -¿Tienes un condón?

Óscar no contestó. O no quiso contestar. Solo urgió:

-¡Vamos a algún sitio! ¡Al coche!

Empezaba bajar las escaleras totalmente congestionado, cuando Maite le detuvo:

-No. Espera. Vamos arriba.

Óscar se dio la vuelta y subió las escaleras de dos en dos, arrastrando a su presa tras de sí, con las pupilas dilatadas, la boca seca y el 70% de su volumen sanguíneo en torno al área del vientre. En el siguiente descansillo se acababan los tramos de escalera y ya no había viviendas, sólo estaba el cuarto del ascensor. Maite se quitó la camiseta de Tommy junto con el sujetador, dejando a la vista un pecho que Óscar no habría imaginado ni en el mejor de sus sueños. Se sintió escaso de extremidades. Bloqueado. Hubiese querido ser como un dios hindú; con cuatro o seis brazos y un tercer ojo en la frente. No sabía ni por dónde empezar. Maite se soltó los botones de los vaqueros, despacito, uno a uno, dejando entrever unas preciosas braguitas a rayas horizontales en marengo y añil. Estaba disfrutando con aquel juego de dominación. ¡Si Amaia la viese, la muy tonta! Empezaba a sospechar que Óscar nunca había visto a una mujer desnuda más allá de una revista guarrilla, el cine o Internet. Parecía tener todos sus sistemas sobrecargados, cerca del colapso. Ahí lo tenía: enfrente, egoísta, desamparado y sobón, bajándose urgentemente los pantalones y los bóxer para dejar a la vista unos genitales discretos, pero hormonalmente invencibles, descarados y suficientes. Maite le recordó el preservativo y él tuvo que confesar entre dientes:

-No tengo.

-¿Qué?

-¡No tengo! –repitió casi enojado.

-¡Pues no podemos hacerlo!

Óscar pareció romperse. Estaba hundido. A pesar de que no le quedaba apenas sangre en la cabeza, intentaba desesperadamente buscar una última solución. Un resquicio. Tenía esa mirada ineficaz del que se sabe inútil y totalmente a merced del destino. Entonces Maite le ofreció el premio de consolación:

-Acércala, pero sin meterla.

Fue como meter un navajazo al manguito del radiador nada más subir un puerto de montaña. Óscar se llegó hasta ella y le arrancó las braguitas de un tirón y a la segunda. En las películas parece que va a ser fácil, porque es una prenda de aspecto delicado, pero realmente no lo es. De hecho duele un poco. Maite se sintió confundida aunque excitada a la vez. Sabía que estaba estupenda porque esa misma tarde se había hecho las ingles. Notaba los labios de su oponente jugueteando en su pecho y, cuando se quiso dar cuenta, lo tuvo dentro, totalmente fuera de sí, sudando, embistiendo como un animal irracional. Lo peor fue que, al principio, a ella tampoco pareció preocuparle en exceso. ¡A la mierda! Le excitaba el regusto de lo prohibido: sentirse perforada, en pecado y en peligro, allí, a un simple forjado de las cabezas de sus padres, desafiando al mundo, a los hombres, a las bestias y a sus dioses. Por encima del bien y del mal. Con sus manos en garras, arañando los hombros del, hasta hacía tres o cuatro horas, distante compañero de clase. Pero entonces sonó en su nuca el motor del ascensor.

-¡Quieto! ¡Para! ¡Sácala!

Óscar estaba jadeando. Sentía los latidos del corazón martilleándole las sienes. El ascensor se detuvo. Había llegado hasta la planta baja. Dos… tres… cuatro… cinco segundos después se cerró la puerta y empezó a subir. Mucho. Muy rápido. Sólo podía ser Jokin, el hijo de los Ibarra, los vecinos de enfrente, que volvía de andar de marcha con sus amigos pastilleros. “No respires, Óscar, por Dios”. Óscar casi no respiraba. Sudaba y estaba congestionado como un deportista después de un partido pero intentaba, con una mueca ridícula, exhalar por la boca sin que el aire le tocase los dientes, sacándolo poco a poco, tan sin hacer ruido como le era posible. Se oyó como Jokin introducía con sigilo la llave en la cerradura y les pareció una eternidad el tiempo que transcurrió hasta que notaron que cerraba la puerta y la aseguraba con dos vueltas. Maite comprobó que, de la erección de Óscar, no quedaban ni los restos. De su propia excitación tampoco quedaba nada, había dejado mucho sitio libre para que se asentase el sentido común. Ahora, su pareja ocasional le parecía ridícula. Ahí: desnudo, descalzo, congestionado. En calcetines.

-Lo siento. Será mejor que te vayas.

-¿Qué dices? ¡No jodas! Vamos a volver a…

Maite no le dejó terminar.

-En serio. No me apetece. Ha sido un corte de morón. Además, sin protección es una mierda.

Óscar se agachó, cogió su polo, lo sacudió enérgicamente como para disipar su rabia y se lo metió por la cabeza con cara de disgusto. Recogió también del suelo los pantalones y su bóxer y, una vez se los hubo puesto, dio media vuelta y empezó a bajar las escaleras sin querer mirar a Maite a la cara. Entonces pareció pensárselo mejor, se giró y preguntó:

-¿Me haces una paja?

Apenas habían vuelto a cruzar tres o cuatro palabras en los pasillos del campus de Deusto durante los exámenes finales, y siempre lo hacían de manera inercial, cuando había más gente con ellos, para tratar cuestiones intrascendentes. ¡Y ahora estaba embarazada de aquel estúpido polvo sin orgasmo ni eyaculación! Se sentía como una niña estúpida. ¿Para qué le había servido la metódica educación sexual? Decenas de bienintencionadas diapositivas –filminas que decían las monjas- tiradas por el sumidero. Sabía de sobra que la marcha atrás es una jodida ruleta rusa. ¡Qué idiota había sido! ¿Qué le podría decir a sus padres? “Hola aita, kaixo ama… qué os iba a decir… esto… estoy embarazada. Mmmmm… de tres meses ya, aunque no se me note.” ¡Eso no era posible! Conocía bien lo que era la decodificación aberrante. Una cosa es lo que tú consigues decir de lo que tienes en la cabeza y otra cosa es lo que, quien te escucha, alcanza a interpretar de lo que oye. Un “estoy embarazada” de una hija es un “he estado follando por ahí” para un padre y un “ahora que pensabas que casi te habías librado de mí, vas a tener que cambiar los pañales de mi niño” para una madre. Miró de nuevo su tripa. También podría abortar, aunque la simple idea le angustiaba. ¿Cómo se hacía eso? ¿Le meterían algún compuesto hormonal? ¿Algún instrumento de tortura por la vagina? ¿Sobreviviría a la hemorragia? ¿Se pasaría su vida adulta pensando que se había deshecho de un feto circunstancial pero omnipresente? Las lágrimas le estaban corriendo todo el rímel. Miraba con incredulidad su tripa y no podía ni imaginar que allí se estuviese formando una vida de la nada, poco a poco, como la imagen que surge al sumergir el papel fotográfico en líquido revelador. Ahí, un puñado de insignificantes células de mierda, estaban ahora mismo dividiéndose para duplicarse febrilmente, sumergidas en una efervescente mucosidad excipiente sobre la que conformar un pequeño y complejo hardware cárnico, en el que correr un software capaz de arruinar la vida a cualquier madre prematura.

La persona que conducía el Audi A-3 debía tener poca estatura porque su cabeza no sobresalía por encima del reposacabezas. Recordaba que las ruedas eran más anchas de lo normal y las llantas brillaban muchísimo. Se incorporó a la autopista detrás de la hormigonera blanca y roja y, sin mirar ni utilizar el intermitente, invadió el carril por el que circulaba Maite que, por simple acto reflejo, quitó la mano de su vientre plano y aplicó los frenos a fondo, dando un volantazo a la izquierda. Pudo ver como se abalanzaba contra la mediana de la carretera e intentó girar el volante en sentido contrario pero, a partir de ahí notó que el coche tomaba el mando, empezaba a cabecear y salía girando como una peonza, como si tuviese vida propia. Antes de que el cristal saltara en mil pedazos, comprobó con impotencia, cómo se acercaba a gran velocidad contra lo que debía ser el depósito de gasolina cilíndrico de un camión grande, muy grande. A esa distancia mucho más. Entonces se conformó una joroba en el capó delantero y escuchó un ruido espantoso, como si muchos objetos diferentes reventaran a la vez, cada uno con su timbre característico. Algo así como un hombre orquesta al caer sobre un lucernario. Recordaba que luego vino una fuerte sacudida, una explosión, fuego en la cara, un dolor intenso y un pitido agudo y continuo en los oídos, como cuando acopla el micro en un concierto. De fondo, en un segundo plano, en tonos graves y amortiguada, como si alguien pusiera los puños encima del altavoz, sonaba una canción de Midnight Oil, muy rítmica, con una armónica espectacular en sus primeros acordes. Blue Sky Mine, tal vez. Empezó a sentir un dolor frío en el hombro y una gran dificultad para respirar, como si el aire que metía en los pulmones fuese insuficiente. Debajo del estómago no notaba nada. Bueno sí… lo notaba húmedo, como si se hubiese hecho pis.

Entonces abrió los ojos y vio el desastre. El salpicadero estaba totalmente reventado y, aunque la radio seguía sonando, en su lugar había una pieza de metal grande, nervada y acampanada, que debía ser el motor -o uno de sus componentes-. Lo tocó, para intentar apartarlo, pero estaba muy caliente. Le quemó la mano. Pudo ver que había algo debajo. Lo miró mejor y vio que era una pierna, aplastada, rota y arrancada de cuajo. Sintió asco. Pudo ver su extremo ensangrentado, empapado con aceite quemado del motor. No entendía qué hacía allí. Entonces le vino una idea a la cabeza, fugaz como un relámpago, y sintió auténtico pánico: ¡tenía que ser suya! ¡Era imposible! ¡Si no notaba ningún dolor más abajo del hombro! ¡Dios! ¡No podía ser verdad que hubiese perdido una pierna! La angustia le secaba la garganta. Tragó saliva y escuchó, por primera vez, su propia respiración, jadeante y entrecortada, como la de un asmático. Entonces recordó el feto y se asustó mucho más. ¡Había tenido un accidente! ¡Tal vez el niño hubiese muerto! Un incipiente, ajeno y extraño instinto maternal le empujaba a preocuparse por aquel minúsculo fragmento de vida que se abría paso en su interior. Abrió la boca y dijo, con un leve hilo de voz:

-¡Socorro!. ¡Que alguien me ayude!

Le extrañó oír su voz tan débil. Tan lastimada. Como si fuese de otra persona más bajita y lejana. Quería llorar más de lo que ya lo estaba haciendo. Levantó como pudo la bolsa del airbag para ver su vientre plano. Para protegerlo con el calor de su mano. No debió hacerlo. Un profundo corte en el abdomen le dejó muy claro que ya no había marcha atrás. Entonces sintió como la carne de la cara se le encogía y se estremeció con el pavor de los que son conscientes de que están consumiendo los últimos instantes de su vida. Afortunadamente, las endorfinas ya estaban entrando en acción y le hicieron sentirse mejor. Feliz. Lentamente se distribuyeron por entre los astillados restos de su reventado cuerpo y le produjeron un sueño urgente, como el de los quirófanos y, a su lado, junto a la ventana, pudo oír una última voz, distante y asustada, que gritaba con desesperación:

-¡Santo Dios, que alguien llame a una ambulancia!

La Dama Rota, cap. I Rev. 8 (febrero de 2012)

Los contenidos de este website son un extracto de una propuesta editorial. Si es usted un profesional de la edición y desea ampliar la información al respecto, puede ponerse en contacto con el autor a través de:alberto.f@carvajal.biz

© Alberto F. Carvajal 2010. Novela inscrita en el registro general de la propiedad intelectual

Una respuesta a “La Dama Rota

  1. Muchas gracias por la información, soy un gran seguidor de este blog. Te recomiendo que visites el mio y te pases a comentar 🙂

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